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| jueves abril 25, 2024

Harvard y los judíos

Los puentes del judaísmo


El desarrollo de las más prestigiosas universidades norteamericanos no puede desligarse del lugar que a los judíos les cupo en él. Su presencia fue destacada siempre, tanto en el sentido positivo como en el negativo. De la relación de amor-odio entre Harvard y el pueblo judío se pueden extraer varias moralejas.

En el mundo universitario, basta con pronunciar el título Liga Ivy para despertar respeto reverencial. Es el nombre genérico para las siete universidades más restrictivas de los EE.UU. Como le ocurrió a nuestra Universidad Hebrea, también las norteamericanas fueron establecidas aun antes de que el país se independizara.

De entre ese grupo líder, Harvard despierta una veneración especial, debido a sus logros en las disciplinas más variadas. Allí se creó la primera calculadora electromecánica (1943), allí funcionan el celebérrimo observatorio astronómico y la biblioteca universitaria más grande del planeta con más de once millones de volúmenes (un paradigma para Borges, que imaginaba el paraíso en forma de biblioteca). En los claustros de Harvard se formaron economistas como Galbraith y Samuelson, psicólogos como Bruner y Skinner, políticos como los Roosevelt y los Kennedy, filosófos como Peirce y Santayana, premios Nobel de las más diversas áreas (T.S.Eliot en literatura, Gilbert en química, paz como Bunche). La nómina es interminable e incluye una alta proporción de judíos de renombre, como los jueces de la Suprema Corte Louis Brandeis y Ruth Ginsburg; y personalidades como Carl Sagan, Henry Kissinger, Felix Frankfurter, Bernard Berenson, Morris Raphael Cohen y Nathan Glazer.

La preeminencia de judíos en el estudiantado de Harvard y en el plantel de profesores podría considerarse natural si tenemos en cuenta los orígenes fundacionales de la universidad.

Apenas tres lustros después de que los Peregrinos desembarcaran del Mayflower en las costas de Massachusetts, Harvard fue creada en ese estado en 1636. Dos años más tarde se inauguró la impresión de libros en las Américas, y el primero fue el Bay Psalm Book que contenía un alfabeto hebreo y palabras impresas en el hebreo original. Como en el resto de las primeras universidades norteamericanas, el hebreo era obligatorio para todos los estudiantes. Unos años más tarde, en 1642, Harvard sugirió como tesis de graduación el tema Hebrea est Linguarum Mater, al efecto de demostrar etimológicamente que el origen de las lenguas europeas es hebraico. La fidelidad a nuestro idioma persistió; se enseñaba una vez por semana durante tres años a todos los estudiantes, y un siglo después Harvard publicó su propia gramática hebrea, obra de Judah Monis. El discurso de apertura del programa de estudios era pronunciado en hebreo, todos los años, hasta nada menos que 1817 (cuando a Eliezer Ben Yehuda le faltaban cuarenta años para nacer).

Y sin embargo

Cuando hace ochenta años se remedaron en los EE.UU. las restricciones que el zar había impuesto al acceso de judíos a los altos estudios en Rusia, fue nada menos que Harvard la que tomó la delantera. La reglamentación del Numerus Clausus («números cerrados» para estudiantes judíos) se fijó en julio de 1887 cuando el ministerio de Educación ruso estipuló topes para los establecimientos secundarios y terciarios: 10% de judíos en las ciudades de la Zona de Residencia (donde la residencia de los judíos estaba permitida), 5% afuera de ella, y 3% en Moscú y Petersburgo. Estos topes incluían con frecuencia aun a judíos que se habían convertido al cristianismo.

Los cientos de miles de judíos que migraban desde la Rusia de los pogroms a la tierra dorada en América, traían consigo un notable ímpetu y gran motivación para estudiar. Estudiantes no-judíos que temían la competencia creciente fueron los primeros en solicitar restricciones étnicas. En una universidad pública como el City College de New York, la agrupación estudiantil canceló en 1913 una campaña de inscripción porque «demasiados» judíos participaban en ella. En 1929 la Universidad de Columbia halló que la inscripción de judíos alcanzaba el 40%, por lo que se propuso una política de reducción al 22% en el lapso de dos años. En 1930, Rutgers College limitaba la admisión a treinta y tres judíos «para balancear la proporción».

En Harvard se trató de una política oficial y abierta, defendida por sus autoridades. En junio de 1922 el presidente de la universidad, Abbott Lawrence Lowell, abrió el debate sobre el tema porque «no se podía cerrar los ojos al problema». Los estudiantes se sumaron a la intención con el razonamiento de que «los judíos no se mezclan y arruinan la unidad de la universidad». Lowell pidió reconsiderar «la proporción de judíos en la universidad», que había subido año a año hasta llegar al 20%. Harvard se proponía reducirla a la mitad.

Los argumentos discriminatorios que se esgrimieron en Rusia y en los EE.UU. eran bien distintos. En la tierra del zar, el máximo vocero de la «rusificación» fue el conde Constantino Pobedonostev, quien ejercía responsabilidades de ministro de religión. De él se cuenta que vaticinó el lúgubre destino de los judíos de Rusia: «Un tercio morirá, un tercio emigrará y un tercio se asimilará». Pobedonostev opinaba que los judíos tenían más talento que los rusos, y por ello propugnaba el numerus clausus para que los judíos no terminaran dominándolo todo.

Lowell sostenía que la mayoritaria presencia de judíos creaba judeofobia. El 7 de junio de 1922, el jurista Alfred Benesch (un graduado de Harvard, y uno de sus benefactores) y a la sazón abogado de la B’nai B’rith, protestó a Lowell y le sugirió irónicamente que lo mejor hubiera sido prohibir del todo la entrada de judíos, a fin de resolver de raíz el problema del antisemitismo.

Lowell no cedió. Durante la gestión de Lowell se dispuso limitar a los judíos bajo la forma de reducir el ingreso de los estudiantes «urbanos» y ampliando el de las aldeas. El resultado no se hizo esperar: el número de estudiantes en general se duplicó en Harvard, y en 1931 los estudiantes judíos habían descendido al 10%. Eventualmente, Lowell fue reemplazado en la presidencia por James Bryant, quien eliminó el numerus clausus. Por 1940 los judíos habían vuelto a constituir el 25% del estudiantado.

Pero la práctica continuó en muchas universidades hasta después de la Segunda Guerra. El presidente de la de Dartmouth (otra de la Liga Ivy), E.M. Hopkins, se justificaba con que «Dartmouth es una universidad cristiana fundada para la cristianización de sus estudiantes».

De la experiencia histórica de Harvard, aprendemos varias moralejas. Una, es que el amor de los judíos por el estudio no es una mera entelequia sino que tiene expresión concreta también en la actualidad. La proporción de judíos en casas de altos estudios sigue superando en mucho su presencia demográfica en el país. Al autor de estas líneas le tocó vivirlo personalmente en la Argentina, y es una faceta que puede revisarse en casi todos los países.

En segundo lugar, el amor por la civilización judaica fue parte de la tradición en la que se formaron los Estados Unidos, y bajo esa óptica puede entenderse la amistad entre esa nación e Israel.

Terceramente, aun en los medios más filosemitas el odio antijudío puede germinar, muchas veces como resultado de la envidia hacia los logros de los judíos.

En cuarto lugar, el judeófobo pasa de inmediato a transformar a la víctima en victimario. Si no hubiera judíos no habría judeofobia, parece decir. Por lo tanto la remoción de los judíos es la curiosa «solución a un problema». El verdadero dilema consiste en erradicar la intolerancia, y no las diferencias. En todas las épocas. Los Reyes Católicos «solucionaron el problema» de la heterogeneidad religiosa de España, del mismo modo como los «defensores del pueblo palestino» ven el problema en la presencia de judíos en ciertas áreas, y no en el hecho de que esos judíos sean objeto de una despiadada agresión.

Y, finalmente, aprendemos que el judío debe defenderse cuando es hostilizado y no hacer la vista gorda. En Rusia no pudo defenderse, y por eso optó por emigrar. En los EE.UU. sí pudo, y por eso contribuyó raudamente a la consolidación del país más poderoso del orbe, de sus universidades y de su vida cultural.

Bibliografía

Tomado de Hagshama E-zine

 

 
Comentarios

Interesante todo. Solo q no existe el pueblo palestino. Son arabes

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