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| viernes mayo 3, 2024

Un adiós de hojas


A veces, y si uno está atento, el otoño lo sorprende con una carrera de hojas aupadas por la brisa, un giro inesperado que suena a cortezas que se raspan, un apresurado desplazamiento que tiñe las calles de rojos y de ocres danzantes. Hay una liviandad en el aire, flota sobre las hojas una etérea sensación de adiós. Aunque no lo parezca se percibe también una felicidad suelta, desarticulada, hecha de secas nervaduras en cuyo filo se recorta el día.

Es la felicidad de pesar poco, de ser una suerte de minúsculo cadáver botánico al que la importa más partir que permanecer. Si por casualidad alguien las junta con el propósito de quemarlas, eso no parece gustarle a las hojas, que al arder despiden un aroma acre, de humedades tristes.

Así como a la hoja verde le encanta estar en suspenso, vivir su oscilación como un tributo al sol, a la hoja seca lo que más le gusta es correr y correr, moverse con errática soltura hasta simular que rueda, cosa que ocurre no pocas veces. Cuanto más pequeñas son más difícil es verlas volar. Si son muy grandes, en cambio, de magnolio o castaño, y están lo suficientemente arrugadas por la sequedad ambiente, adoran que las pisemos hasta que sueltan un canto de tostada quebrada para el desayuno.

Creo que fue uno de los profetas mayores de la Biblia quien escuchó un aplauso de hojas-seguramente de álamos o chopos-, y sintió la singular alegría de ser bienvenido en su cercanía. Los chinos vieron en la hoja un símbolo de la felicidad, de ahí su obsesión por el verde jade. No el tronco, no el fruto, ni siquiera la flor. Simplemente la hoja, tal vez porque intuyeron el fantástico y hermoso trabajo de fotosíntesis al que se entrega a su hora y modo.

El hecho de que en hebreo hoja se diga aléh, y de que esa palabra tenga las mismas letras que oléh, el que sube o asciende, refleja un hecho asombroso, ya que es por sus hojas que el árbol crece y aspira a ser más alto. Y aún se podría hilar lingüísticamente más fino, pues al incluir, ese vocablo, entre sus letras a la ain, que por sí misma significa ojo, veríamos que ¡la hoja es, ni más ni menos, que el ojo del árbol, el cual no ve por la raíz, ni por su tronco, ni siquiera por su flor, que está allí precisamente para ser mirada! Cada hoja es, entonces, un ojo mediante el cual el árbol mira al cielo del que procede la claridad solar que lo nutre.

Debido a su forma hallaron muy pronto nombres que las definen: ovaladas, lanceoadas, serradas o dentadas, y así en todos los aspectos que imaginarlas podamos. En el libro del Apocalipsis también se las trata con deferencia: son las hojas las que conceden, procedentes del Árbol de la Vida, sanidad a las naciones, ni siquiera sus frutos. Como no sabemos con exactitud de qué especie se trata, podemos pensar que cualquier hoja más o menos bella, más o menos grácil, incluso en su momento otoñal puede proceder de ese árbol milagroso. Bastará un solo minuto de atención para que se geste en nosotros la gratitud que le debemos por ser señal de resurrección en primavera, sombra en verano y adiós en otoño. Bastará que digamos la palabra hoja para sentir la honda emoción de que existan.

 
Comentarios

Gracias Mario;
Me encanto el relato muy
poético y reflexivo.
Me gustan mucho tus
Relatos , por que me hacenr refexionar
Y soñar estando despierto.
Shalom

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