El informe de Amnistía presentado este mes no sólo califica de apartheid el tratamiento que Israel aplica a los palestinos en Cisjordania. La ONG amplía esa definición al régimen legal bajo el que viven los árabes dentro de las fronteras de lo que es estrictamente Israel. Este hecho por sí mismo demuestra la estupidez del informe y que Amnistía no es de fiar. En Israel los árabes pueden asociarse políticamente, votar, ser elegidos a cargos públicos, rezar públicamente y en mezquitas, pasear por la calle con hiyab y bañarse en la playa con chilaba. Muchas de estas cosas no ocurren en muchos otros países del mundo, árabes y no árabes, que tratan a sus minorías literalmente a patadas. Y, sin embargo, sólo Israel merece una etiqueta de apartheid que no busca que corrija sus políticas, sino desacreditar su propia naturaleza y dinamitar sus cimientos.
La Sudáfrica del Partido Nacional afrikáner es un cadáver muy frío que no vale la pena defender. Pero es importante aclarar algunas cosas. La palabra apartheid, «separación» o apartidad en idioma afrikaans, se convirtió hace décadas en sinónimo de monstruosidad política indefendible y sin precedentes, y por eso se la aplican Amnistía y otros falsos amigos del bien a Israel. Pero la Sudáfrica del apartheid no era, ni de lejos, el régimen más perverso o inhumano de África, ni el que peor trataba a un grupo étnico de segunda dentro de sus fronteras.
Mientras acorralaba a sus hermanos afrikáners en el extremo sur de África, el Occidente culpable y acomplejado regaba de dinero y simpatía al progresista Robert Mugabe. Cuando se escribe hoy de Mugabe –uno de los libertadores sostenidos por las potencias comunistas, en este caso China, que construyeron la imagen que se ha impuesto sobre el siglo XX en África– se habla de una deriva autoritaria y corrupta que le llevó a echar a los granjeros blancos y a destruir Zimbabue. Pero la obra política de Mugabe está manchada de sangre desde el principio. En plena luna de miel con Occidente, Mugabe fue responsable del genocidio conocido en Zimbabue como Gukurahundi, la primera lluvia que limpia el campo de paja, en lengua shona. Entre 1982 y 1987, unos 20.000 varones de la minoría ndebele, que apoyaba al rival de Mugabe, Josuha Nkomo, fueron asesinados a tiros y golpes de bayoneta, o simplemente sepultados o quemados vivos, en la región de Matabeleland por la Quinta Brigada del ejército de Zimbabue, cuyos soldados violaron también a numerosas mujeres. (Lean aquí el artículo con testimonios directos que escribí pare Efe sobre el genocidio). Gukurahundi apenas hizo mover alguna pestaña en Occidente, que prefería centrarse en caricaturizar a una Administración bóer que nunca cometió una sola matanza remotamente comparable en todas las décadas que estuvo en el poder.
Gukurahundi es sólo un ejemplo extremo de las constantes violaciones de los derechos humanos que se producían –y, en menor medida, se siguen produciendo– en África. Que a nadie le suene hoy la palabra Gukurahundi (de una siniestra belleza poética para designar un genocidio) y todo el mundo hable de apartheid para referirse al mal absoluto es otra victoria de la Unión Soviética a la que ha contribuido con entusiasmo característico Occidente. La Sudáfrica del apartheid fue, según todos los parámetros, la Administración más exitosa de África. Pero nada de esto importa ni importó a la inmensa mayoría de sus críticos. Más que que discriminaran a los negros, el pecado de los líderes bóer fue ser blancos, orgullosamente cristianos y defender la civilización occidental entre bárbaros. Esto último, exactamente lo mismo que se le reprocha hoy a Israel.
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